martes, 29 de noviembre de 2011

Un hombre, una roca y un río




Es descorazonador confirmar la pequeñez del ser humano frente a lo desconocido, pero lo es mucho más cuando se descubre lentamente, pensamiento a pensamiento, deshaciendo una madeja que habita en el interior de la propia mente. Algo así le ocurre al soldado protagonista de la novela “El agujero de Helmand” del periodista y escritor, Carlos Fidalgo, premio Tristana de Novela Fantástica otorgado por el Ayuntamiento de Santander y publicada por la editorial Menoscuarto.





Ambientada en la guerra de Afganistán, la narración, que no llega al centenar de páginas, es cruda pero no hiere, concreta pero profunda, escrita a dentelladas, dadas por las frases cortas que plagan el texto, rotundas. Como sentencias que se impone el personaje principal y que aplica a sí mismo y a lo que le rodea: la hostilidad en forma de río que serpentea y una roca, la que corona el montículo de tierra desértica al que va a parar junto con su batallón de marines, intentando controlar lo incontrolable que no es otra cosa que el ansía de venganza que anida en todas las guerras.

Y como si fuera una escaramuza, el batallón se encuentra en un punto perdido, en medio de la nada y en el centro de todo, aplicando la lógica ilógica de la batalla que se fija un objetivo tan férreo que termina olvidando el destino final para darle importancia a los pormenores previos, defendiendo una posición porque las normas hay que cumplirlas. Un eslabón más de la cadena de la guerra, una pieza que sí o sí tiene que encajar y es en esa sinrazón del pensamiento colectivo donde el autor carga las tintas, en el ser irracional en el que puede terminar convirtiéndose un soldado que solo tiene que ejecutar las órdenes que recibe. Y lo hace a través de sus propios razonamientos, colocándole frente a sus dudas y a sus demonios, en su agujero.

Como en la Batalla de la Colina de la Hamburguesa, en el Vietnam de 1969, pocos son los soldados expuestos a un temor real simbolizado en una eterna respuesta por parte enemiga y Fidalgo los enfrenta a sí mismos y a la intangibilidad del propio pánico que simboliza la roca conformando así un triángulo del que parece no haber escapatoria, formado por el río que se retuerce, la atalaya pétrea, que esconde algo más, y los hombres que se agrupan a su alrededor. Un giro final, que le da sentido a la historia (aunque aparentemente no lo tenga) conduce al lector a un desenlace turbador, cerrando el círculo. Siempre que el tiempo... también sea circular.

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